Un poderoso sultán viajaba por el desierto, seguido de una larga caravana, que transportaba una pesada carga de riqueza en oro y objetos preciosos. A mitad del camino, cercado por el fuego de los arenales, un camello, extenuado, cayó para no levantarse.
El arca, que transportaba sobre sus espaldas, crujió y se deshizo dejando esparcidas sobre arenas joyas y brillantes.
El príncipe no teniendo con qué recoger el precioso caudal, hizo un gesto entre displicente y generoso, invitando a sus pajes y criados a guardase lo que cada uno podía cargar sobre sí.
Mientras estos se abalanzaban con avidez sobre el rico botín para buscar entre los granos de arena otros granos que brillaban un poco más, el príncipe siguió adelante su camino por el desierto.
De pronto, escuchó los pasos de alguien que caminaba a sus espaldas. Volvióse y advirtió que era uno de sus pajes que le seguía, jadeante y sudoroso.
- Y tu – le pregunto -, ¿no te quedas a recoger nada?
El joven respondió con sencillez llena de distinción:
- Yo sigo a mi Rey.
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